sábado, 26 de enero de 2008

¡Mamá, yo quiero...!

Emilia I. Díaz S.

Con un brillo particular en sus ojos y la sonrisa de quien ve un juguete nuevo, una niña de aproximadamente nueve años de edad, señala hacia la vitrina. Bajo el vidrio una serie de equipos llenos de menús de funciones anuncian las ofertas de la temporada decembrina: “lo que pague lo tiene de saldo y el teléfono le sale gratis”. Entre la entrada y salida de un gran número de clientes, la pequeña mano logra alcanzar la de su madre. Le mueve el brazo repetidas veces, como quien tiene una gran urgencia, hasta que logra su cometido: un poco de atención.

- ¡Ma, quiero un celular como el de mis amigas! – pide con una tierna mirada.

Pero para qué, me pregunté yo cuando fui testigo de una de estas solicitudes navideñas. La escena se debe haber repetido en más de una ocasión, pues en otras oportunidades había escuchado ya historias similares de amigos. ¿Para qué un niño necesita un teléfono? La respuesta más común de los padres que acceden a la solicitud es que así pueden saber si su hijo salió más temprano del entrenamiento de fútbol. ¿No es esta una manera de cortar las alas un poco antes de tiempo?


Recuerdo que unos años atrás lo más común entre los muchachos era seguir jugando mientras se esperaba al representante o la salida del autobús del colegio. Muñecas, el escondite, fútbol, quemado, la ere paralizada eran parte de las actividades de este tiempo de ocio, de un momento destinado a compartir y crear. También los padres se comunicaban y resolvían entre ellos el tema del transporte, mientras los niños hacíamos lo nuestro: divertirnos durante el tiempo libre.
Ahora el entretenimiento está acompañado
durante un largo período por la computadora, el wii (el nintendo del presente) y el game boy. Sí, la tecnología ha sido creativa y ha logrado diversificar la oferta. Ya no conseguimos tanto apego a la televisión. El tiempo se distribuye entre las diferentes opciones y las adicciones lúdicas son variables. Los deportes y la danza siguen ocupando un espacio en las actividades extracurriculares, pero también el elemento “celular” aparece como mecanismo diferenciador, que demuestra las disímiles visiones de los padres sobre el tema.
“Si mis amigas tienen uno, ¿por qué yo no?”, se escucha ante la negativa de la madre. Lo que pasa es que no se trata de un juguete, pensé con la réplica de la niña. Además, ¿para qué someterla a la dependencia del teléfono desde esa edad? Probablemente unos años más tarde estará sujeta a la disfrazada dictadura móvil. Con nuestro centro de comunicaciones andante, resolvemos el trabajo, las reuniones de la universidad, casi todo. Pareciera que tenemos una obsesión inconsciente por comunicarnos más, aunque a veces hablemos menos.


Cuando no han llegado mis amigos, les mando un mensaje para ver dónde están. Si voy tarde a una reunión, aviso. Y pensar que antes, resolvíamos todo sin el preciado equipo. En el momento en que nos quedamos sin pila u olvidamos el celular en la casa, perdemos temporalmente nuestra agenda telefónica y si tenemos que llamar a alguien, la tarea se nos hace difícil. Estamos desconectados transitoriamente de una parte del mundo.
Hace una semana habíamos planificado una grabación para una materia de la universidad. Pude conversar con todos los compañeros del equipo, menos con una. Usé los mecanismos posibles: celular e Internet. Leyó el correo tarde, no pudo ir y cuando nos encontramos en la escuela, me relató lo sucedido: “¡Chama, me robaron el celular. Siento como si algo me faltase”.
Hemos llegado a un punto en el que las tecnologías son una extensión de nuestra vida, o por lo menos, parte de ella. El teléfono lleva una fracción de nuestra memoria anotada: nombres, contactos, direcciones, pendientes,… Estamos atados a él y su pérdida nos separa de este pequeño archivo electrónico. El asunto se pone peor en caso de no tener un respaldo de estos datos, que suele ser lo más frecuente. Murphy también hace de las suyas en materia de tecnología (al menos esa es la excusa, cuando queremos señalarlo como un accidente. No importa cuántas veces hayamos perdido el teléfono, bien sea por robo, olvido o falla del equipo. Son pocos los que llevan un respaldo de los contactos en una agenda manual. ¿Para qué?, piensa uno, hasta que algo así le sucede).


El celular es algo tramposo. Nos sumergimos en un mar de mensajes de texto y al tenerlo prendido nos pueden ubicar y contactar con facilidad. Por eso, cuando estamos de vacaciones una buena forma de descanso es estar sin señal o con el teléfono apagado. Al principio puede ser extraño, pero en ocasiones es necesario y liberador. Se puede disfrutar, por ejemplo, de la playa y los amigos sin interrupciones laborales, quehaceres repentinos,…
¿Para qué someter entonces a los pequeños a esta dependencia prematuramente? Además del gasto adicional que implica para los padres, estamos hablando de un teléfono-juguete cuya utilidad fundamental será funcionar como elemento de socialización: “¡miren lo que me regalaron!”. En un círculo los amiguitos verán el equipo, y quizás alguno aparezca con el espíritu competitivo y responda: “el mío es más bonito que el tuyo”. Poco a poco comenzarán las llamadas, los mensajes, la dependencia del celular, en un momento de la vida que la creatividad y los juegos tienen un rol protagónico.
De nuevo, la niña mueve el brazo de su madre y señala hacia la vitrina de ofertas mientras algunos clientes ven los equipos. No sonríe. Con la voz entrecortada y algunos sollozos hace un último intento por conseguir otro juguete: “¡Mamá, yo quiero uno!”. Varias miradas se dirigen hacia ellas. Yo respiro cuando después de la réplica de la pequeña, la señora se agacha un momento, seca las lágrimas de su hija, la toma de la mano y le dice: “¡nos vamos, eso es para cuando seas grande!”.

1 comentario:

Edward dijo...

Creo que hizo bien la madre al no permitirle un celular a su hija, creo que los niños se vuelven más adictos que los adultos. Este tema deberían enseñarlo a los alumnos que estudian Licenciaturas de tecnologia y computacion.